LA CHICA DE LA ISLA

de OLIVIA ARDEY

Todo comenzó en París.

Se llamaba Jack Rooland y era americano. Conocía la ciudad del día que desfiló por los Elíseos para celebrar la victoria junto al resto de las tropas. Pero la gloria es efímera y, acabada la guerra, el aura de héroe se desvaneció tan pronto como el buque arribó a puerto. 

Desencantado tras el regreso, su Nueva York de siempre se le antojaba un territorio anodino y hostil. Durante algún tiempo vagó perdido y sin saber qué hacer. A ratos emborronaba cuartillas que tachaba y enmendaba. Cientos de ellas. Y una tras otra las iba arrancando de cuajo. Acabaron todas apelotonadas en la papelera hasta que la nostalgia logró ganarle el pulso. 

Convencido de que sólo a orillas del Sena hallaría esa inspiración de la que andaba tan necesitado, retornó a la ciudad de sus mejores años. Esa vez, convertido en aspirante a escritor. Y como era su deseo, allí fue donde encontró a su musa. La conoció una de esas noches en que la luna de París interviene por tradición en los amores que empiezan.

Norine, así se llamaba.

Era muy joven, de sonrisa dulce y mirada limpia. Trabajaba de cocinera en un bistró. Sin hacer preguntas, acogió a Jack en su casa y en su vida. Norine no hablaba su lengua y él apenas si conocía un par de palabras en francés. Pero poco les importaba a ellos un detalle tan nimio. Para entenderse les bastaba con ese lenguaje que sólo conocen los amantes. 

La buhardilla alquilada donde vivía Norine, en la punta norte de la isla de San Luis, se convirtió en su santuario de amor hecho de gestos. Él reclamaba sus caricias y ella se conformaba con ver una sonrisa en su rostro. Mientras Jack se entregaba a la escritura, ella procuraba que nada le faltara. Ya fuera tabaco de contrabando, ropa planchada, o un hombro sobre el que descargar los sinsabores de su intentona como narrador. 

Jack aporreaba sin pausa las teclas de una Remington muy baqueteada. Hubo horas oscuras de páginas rotas y lanzadas a un rincón; entonces Norine se quitaba de en medio y le otorgaba la soledad o silencio que él requería. Otras veces, Jack rebosaba euforia cuando los capítulos se sucedían como si un duende bonachón le dictara al oído en un alarde de generosidad. Y esos días ella sabía ser la mejor compañera con quien compartir su dicha.

Cada día alimentaba su cuerpo esmerándose en cocinar para él sus mejores delicias y, por las noches, se entregaba sin reservas para saciar su pasión con placeres aún más exquisitos. Después, cuando yacían piel contra piel en la penumbra de aquél cuartucho, a él le encantaba retenerla cobijada entre los brazos. “Honey”, la llamaba. Y ella lo colmaba de besos porque, aunque no lo entendía, su voz sonaba muy dulce al oírselo decir. 

Norine lo obligaba a saltar de la cama rato después. Lo arrastraba hasta la ventana y le mostraba la noche con el anhelo secreto de que no olvidara esa luna cómplice y, tal vez así, no la olvidaría a ella. 

Desde aquella esquinita de su isla, él la abrazaba por detrás y le hablaba de la suya. Inmensa lengua de tierra que se anclaba también en medio de un río, muy lejos de allí. Antes de retirarse les gustaba escudriñar la orilla que les quedaba enfrente, y se sonreían al descubrir al amparo de las sombras a otras parejas que, como ellos, se amaban a espaldas de Nôtre Dame.

Pasaron los meses y el con ellos se llevaron los sueños. 

Un día, Jack cargó su manuscrito en la maleta, la tomo en sus brazos y le susurró un escueto “My love” a modo de despedida. Ella le juró amor eterno aferrándolo con fuerza y Jack trató de borrar el dolor opaco de su mirada con una docena de besos de consuelo. Mientras marchaba, Norine lo oyó gritar desde lejos un juramento solemne.

I will return.

Tres palabras que ella repitió y repitió hasta que le salieron solas de la boca. Así, la espera se le hacía menos amarga. A ratos soñaba que Jack las decía también a miles de millas y que llegaban a su oído arrastradas por el viento. “I will return…”

Pero no volvió.

Y en ese rincón del Sena que era su isla, para Norine el tiempo se convirtió en un devenir de días foscos. Mañana, tarde, noche, y otro día y otra tarde y otra noche hasta el amanecer siguiente… Iba y venía con mansa desgana de casa al trabajo, regresaba a encerrarse en su buhardilla y vuelta a empezar. 

Quién habría dicho que el giro a su existencia llegaría de la mano de una receta. Una mañana Norine, trinchaba medio calabacín sobre la tabla con mecánica precisión. Zas, zas, zas, zas. Aquel pedazo de verdura alargada, pleno de cortes a través y en vertical, le trajo el recuerdo de esa gran isla cuadriculada que Jack le había señalado tantas veces en el mapa. 

—Man… hat… tan —rememoró con el mismo tono paciente que él utilizaba con ella.

Y una lágrima rodó por su mejilla hasta acabar estrellada en la hoja de acero del cuchillo de trinchar.

Se despidió del bistró, dejó el apartamento, retiró del banco sus ahorros y compró un pasaje para Nueva York. Fueron siete días de travesía plenos de ansia. Una eternidad acodada en la borda desde donde no vio otra cosa que aguas verdinegras y, de tarde en tarde, el vuelo a lo lejos de algún martín pescador. 

La última mañana amaneció con un sol radiante que Norine recibió como signo de esperanza. Y cuando ya se divisaba tierra firme, sonrió feliz a Miss Liberty, nacida en París como ella, que brazo en alto le dio la bienvenida.

Desembarcó desorientada. “Jack Rooland”. No sabía más de él y la ciudad era inmensa. Buscó un hotelito modesto y se adentró en su busca en aquella cuadrícula de calles atestadas de gentes que vienen y van. Pasó un día, pasó otro. Pasaron muchos sin rastro de él. Y Norine empezó a reprocharse su estúpido arrebato, porque el dinero se le acababa y no conocía a nadie a ese lado del mar.

Casi había perdido la esperanza cuando una tarde, harta de caminar y preguntar en vano, paró ante el escaparate de una librería del centro. 

Creyó que el corazón le cabalgaba.

Era él, retratado en blanco y negro en un cartel como esos que anuncian a las estrellas en los vestíbulos de las salas de cine. Y a cada lado, pilas de libros. Jack Rooland, el más brillante exponente de la moderna narrativa americana, firmaría ejemplares esa tarde de “La chica de la isla”, su primera novela, alabada por la crítica y gran éxito de ventas.

Norine se adentró ilusionada en la librería. Al fondo, la gente se amontonaba curiosa ante los disparos de los fotógrafos de prensa. De la mesa más cercana, tomó un ejemplar y ojeó entre sus páginas sin entender apenas nada. Por lo poco que adivinó tras releer tres veces la solapa, la novela narraba la historia de una francesita anónima que devolvió a la vida y colmó de estima a un aprendiz de escritor sin demasiado talento. Tuvo que contener las lágrimas porque se reconoció a sí misma en esa joven sin nombre. Él aún la amaba, en sus manos tenía la prueba. 

Con su libro en la mano, se sumó como una más a la cola de los que aguardaban para obtener estampada la firma del autor. Avanzó pasito a pasito ansiosa por verlo de nuevo, convencida de que su presencia allí supondría para Jack una sorpresa imposible de olvidar.

Le llegó el turno cuando él aún se concentraba en la rubricar la dedicatoria anterior. Y cuando alzó el rostro, lo primero que vio Norine fue su mirada de extrañeza. Ella, incapaz de hablar, lo saludó con una sonrisa. Él también sonrió. 

Fue entonces cuando un ronroneo interior la llenó de alarma. Era Jack, pero le costaba reconocer dentro de aquel traje hecho a medida al hombre que tantas noches arrulló con la cabeza apoyada sobre sus senos. Su mirada era distante y su sonrisa en exceso cortés. Nada quedaba en aquél rostro de la espontaneidad que ella conoció. 

Por fin él reaccionó poniéndose en pie. La agarró por los brazos y llenó sus oídos con una retahíla alegre y atropellada que duró muy poco porque, en cuanto ojeó a su alrededor, se recolocó el nudo de la corbata y volvió a sentarse pellizcándose con elegancia las perneras del pantalón. Le arrebató el libro de la mano, garabateó un par de líneas y se lo devolvió. Hizo gala de su escaso francés para excusarse y rogarle que lo esperara a la salida. Sin darle tiempo más que a asentir, una rubia elegante aparecida quién sabe de dónde la tomó por los hombros apremiándola para que se hiciera a un lado. Antes de marchar, miró a Jack un segundo pero éste ya le sonreía con idéntica cordialidad al siguiente comprador. Norine pagó en caja y salió de la librería con una congoja inesperada. 

La hora y media de plantón junto a la fachada se le hizo muy larga. Aferraba el libro pegado al pecho como un tesoro porque hablaba de ellos dos. Con la punta de un zapato se daba golpecitos en la otra y luego a la inversa. Contó los autos que pasaban por la calzada. Cuando se aburría de aquel tonto pasatiempo, miraba al cielo y suspiraba nerviosa. 

Hasta que se hizo de noche, no lo vio salir. Él no reparó en su presencia, porque le daba la espalda. Norine alzó la mano para hacerse notar, pero la dejó caer de golpe al ver que la rubia de antes, la que la apartó de la cola, se colgó del brazo de Jack. Él la besó en los labios y, entre risas y bromas, se alejaron calle abajo. La rubia cimbreándose sobre sus altos tacones y Jack exhibiéndola a su lado con innegable satisfacción.

Con el alma magullada, abrió la novela y comprendió que el “Honey” que encabezaba la dedicatoria, comparado con las mieles del éxito, para Jack había perdido el sabor. Comenzó a andar en dirección contraria y en la primera papelera que encontró por el camino, arrojó aquel libro mentiroso. La joven de la isla sí tenía nombre, aunque su autor lo hubiera olvidado. 

Durante algunas semanas, Norine vago sin rumbo, envuelta en esa bruma de plomo que suele acompañar a los que se sienten desdichados. Quizá fuera nostalgia de su río, pero no se alejaba de los muelles. Iba de abrazos a riñas. Aprendió a defenderse a bofetones y esquivar besos viscosos. Una noche un estibador la encontró acurrucada en un callejón. Era marsellés, por eso entendió sus murmullos que olían a licor. Sintió lástima de ella y decidió rescatarla del infierno de los sin nombre. Su nuevo ángel guardián la espabiló con café, la acompañó hasta su hotel y la obligó a recobrar un aspecto presentable. Ella le habló de sus desdichas y el hombre, al saber de su oficio, la llevó de la mano hasta la taberna de un tipo de Nantes con muy mal carácter y muy buen corazón.

En aquella pequeña Francia tan lejos de casa, recobró Norine la paz. A cambio ella, con sencillez y sin hacerse notar, llevó la alegría a aquel tabernucho. Se volcó en sus guisos, que perfumaron el ambiente de delicias. Una mañana el dueño la hizo salir de la cocina, de los hombros la llevó hasta la calle y le mostró, con una rudeza emocionada, el nuevo rótulo del local: “Brasserie”. Los clientes habituales hacían chanzas al leer en voz alta la carta con los platos de toda la vida renombrados a la parisién. 

La taberna era la misma, a pesar del rimbombante cartel de la fachada; un refugio de manteles a cuadros y puertas abiertas al que siempre arribaban marinos de paso con noticias de la otra orilla. Norine logró alejar el fantasma de la nostalgia y pronto participó de aquellas conversaciones sin que le doliese el corazón. 

Las exquisiteces de la cocinera con carita de ángel corrieron de boca en boca. Y esa pericia culinaria tuvo la culpa de que la vida la sorprendiese con un nuevo volteo.

Sucedió un mediodía, cuando unos músicos cubanos, se empeñaron en felicitar a la artífice de aquella bullabesa de aroma celestial. Casi tuvieron que sacarla a rastras de la cocina a recibir unos agasajos, todo sea dicho, merecidísimos. Al llegar junto a la mesa, el trompetista la recibió poniéndose en pie para hablar en nombre de todos. 

Raúl Valdez era su nombre.

A Norine le flaquearon las rodillas cuando vio a aquel Apolo negro de voz profunda y, encandilada con su sonrisa, le estrechó la mano. Algo mágico debió cocerse ese día en la cazuela, porque él, en cuanto tomó los dedos de aquella  francesita que se le subía a la cabeza como la absenta, supo que nunca más los iba a soltar.

Y Norine se sintió renacer. Su artista la llenó con una melodía dulce hecha de palabras que le cosquilleaba el alma. “Bonita”, la llamaba. Y “Mi reina”. Raúl la enseñó a gozar con los cincos sentidos de esos instantes que nos regala la vida y que, si no estamos atentos, se esfuman sin más. Con la ternura paciente que sólo poseen los que han nacido en aguas cálidas, la ayudó a librarse de ese lastre dañino para el alma que unos llaman memoria y otros resentimiento. 

Algunas noches, mientras en la zona más exclusiva de Manhattan un escritor acaparaba brindis y aplausos, al otro lado de la isla, la joven sin nombre disfrutaba de la dicha de amar y ser amada, de la complicidad de darlo todo y recibir tanto o más. Norine conoció de los labios de Raúl el anhelo del deseo. Él la adoraba como a una diosa mientras se mecía dentro de ella con una cadencia lánguida hasta que la llevaba al éxtasis. Después, desmadejado, le otorgaba el mando y se dejaba poseer. Antes de entregarse al sueño, Raúl la cobijaba entre sus brazos de hierro y le susurraba al oído que teniéndola a ella, nada le faltaba. Norine, con una sonrisa feliz, se dormía cara a la ventana convencida de que la luna luce hermosa en cualquier lugar. 

Norine sentía una admiración por Raúl que no le cabía en el pecho. En especial, por esa cualidad suya de no darse importancia pese a haber nacido con un don para el arte. Se consideraba un músico apasionado, nada más, y no le gustaba que lo calificasen de virtuoso. Pero lo era. 

Y mientras a muchas manzanas de donde ellos vivían, un escritor exitoso se codeaba con lo más selecto de la sociedad, Norine presenciaba plena de orgullo los ensayos de Raúl. Aún cuando simplemente afinaba su trompeta, la otra dueña de su corazón. Un día, medio celosilla, le dijo que dudaba a cual de las dos salvaría de un naufragio, de tener que escoger. Raúl le echó una mirada larga y le preguntó muy serio: “¿Sabes nadar?”. Norine se le lanzó al cuello fingiéndose furiosa. Él la alzó en vilo con un solo brazo y giró con ella mientras le explicaba entre besos dulces como la guayaba la suerte que corre una ovejita blanca cuando osa atacar a un enorme lobo negro. Y, como siempre, se amaron con una pasión encendida. Una vez y otra y otra… Ellos sabían como nadie que las refriegas en broma que acaban entre sábanas son la parte más divertida del juego del amor. 

Sin darse cuenta, pasó un año entero. Y mientras la fama de un literato neoyorquino crecía, ellos dos se abrazaban emocionados a los pies de una cuna.

Nada es perfecto. Quizá sucede que el diablo, para entretenerse, escoge a boleo un mortal al que robarle la paz. Porque una noche, en un club de esos en que las mujeres visten a la última y el hielo se diluye en los vasos a ritmo de jazz, el escritor del momento disfrutaba del la música en compañía de su esposa y un exclusivo grupo de amigos. La sala entera vibró con un solo de trompeta y se arrancó en aplausos. Jack se sumó a la ovación mientras el solista saludaba al público. Pero el guiño que éste lanzó hacia una de las mesas más apartadas despertó su curiosidad.

Se le secó la boca al reconocer a quién iba dirigido ese gesto íntimo.

—Norine… —murmuró sin querer.

La razón es cruel al evocar las cosas que de verdad importan siempre tarde y a destiempo. 

Ajeno a la conversación que mantenía su grupo, Jack observó que Norine le sonreía al trompetista y algo se le quebró dentro, porque esa misma sonrisa hubo un tiempo en que fue suya. 

No, no era igual. Tampoco su mirada. Jack reconoció esa noche en los ojos de la dulce chica de la isla de San Luis el brillo de la felicidad plena.

Durante los días siguientes, se debatió consigo mismo. Tanto le quemaban los recuerdos revividos que necesitó verla de nuevo, una vez más. Indagó en el club y no le costó dar con su dirección. En comparación con su apartamento de Park Avenue, aquél le pareció un edificio ridículamente modesto. No esperó al ascensor y, ardiendo de anticipación, ascendió los escalones de tres en tres. 

Le abrió la puerta una mujer de sonrisa franca, con un bebito color canela al brazo que berreaba a ritmo de son.

I am absolutely happy —la oyó decir.

El gran Jack Rooland hundió los hombros y, con esa letanía repitiéndose en sus oídos, le dio la espalda y se marchó.

Desde entonces, cuando la ciudad se convierte en una cuadrícula de luces y sombras, una mujer y un hombre entrelazan sus cuerpos de crema y café. Silenciosa para no despertar al adorable tiranuelo llorón que duerme a pocos pasos, Norine acaricia el pecho de Raúl. Muy bajito le habla de su pequeña isla y del aire especiado que la envuelve cuando el viento sopla del Marais. Él la besa y le asegura que en la suya, tan lejana y tan cálida, la brisa porta el aroma de la menta, la lima y el ron.

Muchas noches, en la parte opuesta de Manhattan, se puede ver a un hombre solo que contempla desde la orilla a la gran dama de blanco, guardiana de sus secretos. A veces derrama una lágrima que acaba estrellada en el brillo de los adoquines. Porque ese tipo sin nombre posee todo lo que cualquier mortal podría envidiar. Pero la mujer que escogió para compartir vida y lecho, no sabe decir cherí ni lo abraza por las noches hasta quedarse dormido. 

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