El cuento de los dientes perdidos ©

Relato breve y gamberro de Noelia Amarillo

Nací, o mejor dicho, me crearon hace seis meses. Soy joven, lo reconozco, pero he tenido tantas vivencias desagradables que parece que haya vivido tres vidas. 

Los humanos tienden a pensar que los objetos inertes estamos muertos, y sí, es cierto, pero tenemos sentimientos; si nos caemos, nos rompemos; si nos mancháis, nos avergonzamos; si nos perdéis nos entristecemos…

Antes de tener la forma que ahora tengo era una pasta compacta de resina. Estuve meses esperando sola y aburrida en la estantería del protésico dental hasta que por fin fui necesaria. Entonces, mi creador, con el mayor de los cuidados y la profesionalidad más rigurosa, me dio forma, me talló, me dio color y en definitiva, me convirtió en lo que ahora soy: una prótesis parcial.

Podríamos considerarme la prima pobre de las prótesis dentales, por encima de mí están el tío rico, es decir el implante quirúrgico que asemeja un diente de verdad; el abuelo con posibles pero obsoleto ––obviamente hablo de los anticuados y valiosísimos dientes de oro––; la familia feliz, esa dentadura postiza completa, con todos los dientes, que tanta felicidad da a los ancianos, y por último, yo, la prótesis parcial de resina. No soy de oro ni estoy implantada ni consto de muchas piezas, pero ¡oye!, hago mi trabajo muy dignamente, soy económica y con pocos cuidados doy mucho, pero que mucho juego. En definitiva, y como diría mi prima, la que habita en la boca del vendedor de mercadillo: soy Buena, Bonita y Barata. 

Como iba diciendo, ahí estaba yo, recién creada, dos incisivos y un premolar con puente rosado y enganche en los colmillos. Tan bonita, tan brillante, metida en mi cajita de plástico negro y apoyada sobre una almohadilla blanca. Está mal que yo lo diga, pero se me veía preciosa. 

Mi creador me colocó en la vitrina a la espera de que mi nuevo y ansiado dueño viniera a recogerme. Yo pensé, tonta de mí, que el momento llegaría rápido, pero no. ¿Podéis creerlo? Una persona qué necesita sus dientes, qué sabe que están hechos desde hace una semana, y ¡no va a recogerlos! Quizá soy demasiado ingenua o quizá tenía muchas ganas de ser útil, la cuestión es que debí darme cuenta durante esa espera infinita de lo que se me venía encima. 

Cuando por fin Ángel acudió a recogerme, no resultó ser lo que yo había esperado. 

Sí, lo reconozco, tenía mis anhelos y esperanzas. Por supuesto era realista, no esperaba un hombre guapo, rubio, de ojos azules y físico imponente (sí lo deseaba, pero no lo esperaba, hay una diferencia) pero lo que jamás, nunca, ni de coña, podía esperar, era el engendro que acudió a la cita con mi protésico una semana más tarde de lo esperado. 

No es que Ángel fuera feo, que no lo es. Ni que fuera mayor, qué va, tiene una edad normal para un desdentado, sesenta añitos. Tampoco que tuviera lo que se dice una melena al viento (ni al viento ni a la brisa, no había melena. Punto). Es que Ángel era simple y llanamente Ángel. Como él, ninguno (para mi desgracia). Es alto, pero no mucho; con algo de barriguita, pero no exagerada; algunas arrugas, pero sin parecer una pasa y una matilla de pelo moreno en mitad de la cabeza, mal peinado y peor cortado. 

¡Pues lo normal! Pensareis, y sí, no os quito la razón. La mayoría de las personas que necesitan los servicios de unos dientes postizos suelen ser por regla general como Ángel. Pero no exactamente iguales a Ángel. 

Ángel es… Ángel. Es cristalero, y no lo digo de manera despectiva, ojo, que hay muchos cristaleros estupendos y divinos de la muerte, pero Ángel lleva consigo todas las insignias propias de un cristalero. 

¿No lo entendéis? Yo os lo explico: pantalones cortados en mil sitios por culpa de los cristales, botas de seguridad cubiertas del polvo, camisas más o menos ennegrecidas por culpa del humo de los camiones, manos callosas y con cortes debido al duro trabajo manual. En definitiva una apariencia de currito de tomo y lomo. Y ojo, que lo respeto mucho, es digno de alabar el amor por el trabajo que desempeña. Pero también es cierto que cuando la sirena toca y por fin se cierra la empresa, el currito de a pie normal y corriente se cambia de ropa, se pone zapatos decentes y se peina (aunque tenga poco pelo). Pues Ángel no. Para nada. Ángel, a no ser que vaya a salir con su esposa (una mujer adorable, preciosa y súper elegante) no hace nada de eso. Vuelve a casa, se pega una buena ducha, se quita los piños (es decir a mí), y se relaja. 

¡Y a ti qué te importa eso! Exclamareis. Pues sí. Me importa. Y mucho. 

Yo soy una prótesis parcial muy cuca y coqueta. Me gusta que se fijen en mí, en lo bien hecha que estoy, en lo mucho que brillo y en el blanco nuclear de mis dos incisivos y mi premolar.

A ver, todos tenemos nuestros sueños y anhelos. Yo soñaba con pertenecer a un príncipe azul, ¿Por qué? Porque un príncipe azul se lleva a las churris de calle… las besa, las morrea, las mordisquea… ains, no sigo que me pongo a cien. 

¡Vale! Lo sé, no estoy viva, no soy humana, pero tengo orgullo y aspiraciones, ¡Quiero ser la mejor prótesis parcial del mundo! Que cuando alguien bese a mi dueño diga aquello de: ¡qué dientes más sexys tienes! En definitiva quiero ser útil no sólo para comer o vocalizar. Me entendéis, ¿verdad? Síp, eso mismo. 

Pues con Ángel todos mis anhelos se han ido al cubo de la basura. Sí, está casado; sí, su mujer es preciosa, y sí, se quita los dientes en cuanto que llega a casa. ¡Buah! No es justo, todo, absolutamente todo lo que tiene que suceder, sucede sin mi ayuda, sin mi presencia, sin mí. Y joder, estoy muerta, ¡pero soy humana! Bueno, vale, no soy humana, pero tengo mi corazoncito, justo entre el primer incisivo y el premolar, un trocito de resina rosada imitando a la encía. Justo ahí, está mi corazón. 

Y claro, por las noches, a solas en mi vaso de agua, esperando a que llegue el día siguiente, me da por pensar. ¿Qué hubiera sido de mi vida si perteneciera a, pongamos, un jugador de fútbol de primera división? Churris guapas, comida de lujo, los mejores cuidados, churris alucinantes, ¿ya he comentado lo de las churris antes? Pues sí, lo mismo sufro un trastorno de personalidad. Las prótesis dentales no tenemos “esas” necesidades. Pero yo las tengo, y no tengo manos ni pene. Mal asunto el mío. En fin, de nada sirve quejarse.

Pero lo peor no es esta abstinencia obligada. ¡Qué va! ¡Lo peor es la desidia con qué me trata! ¿Os podéis creer qué cada tarde me mete en un vaso con agua del grifo? 

¡A mí! ¡Pero bueno! 

No pido Solan de Cabras ni Eviant, pero un poco de Bezoya o FontVella no me importaría. Y no es solo eso, no es agua templada. ¡Ni de lejos! Es agua fría, helada, congelada. Uf, me castañetean los dientes en cuanto veo acercarse la hora de mi reposo obligado. Y para colmo no sé cuál amigo suyo (un cerebro de chorlito, seguro) le dijo que los dientes postizos quedaban divinos limpiándolos con, atención al dato, ¡FAIRY! 

¡Habrase visto mayor desatino, mayor deshonra! 

Pues Ángel se lo ha tomado al pie de la letra. ¡Buah! Cada noche me pasa un cepillito de dientes (normal y corriente) con una gotita de mistol (ni siquiera fairy que es de más categoría, no señor). 

¿Pero qué se ha pensado que soy? 

¿Un plato? 

¡Es horrible, degradante, ignominioso! 

¡Una aberración! 

¿Tengo o no tengo razones para estar deprimida? Y lo peor de todo, es que no existen pastillas contra la depresión dental. Pero eso no es todo, la infamia a la que me veo sometida no acaba ahí. 

Hace cuatro meses me perdió. Sí, como lo oís. Me perdió. A mí. A sus dientes. 

Me dejó, como todas las noches, en mi vasito (que por cierto está arañado. Manda narices que un cristalero tenga vasos arañados) sobre su mesilla de noche y se echó a dormir. En esto que hacia las dos de la madrugada llamó su hija Luka; el bebé estaba llorando mucho y estaba asustada. Ángel será un desastre como príncipe Azul, pero como padre es de lo mejorcito que hay en el mundo. Y como abuelo ni os cuento, por tanto, saltó de la cama ipso facto, se vistió, cogió sus dientes (es decir, a mí) y se los guardó en el bolsillo de la camisa (¿perdón?). Salió corriendo de casa (con los piños, o sea yo misma, bamboleando en el bolsillo) y de un saltó impresionante, él bajó los cinco escalones de la entrada al portal y yo salí de su bolsillo volando por los aires.

Y allí me quedé. 

Tirada en el suelo cual papel viejo e inútil. De madrugada, en el portal desierto. 

No sé si pasaron diez minutos o diez horas. El frío me cortaba la respiración (vale, no respiro, es una metáfora poética). La oscuridad me llenaba de miedo (¡y muy fundado!, alguien puede entrar y pisarme, ¿o no?). La soledad del abandonado, del desterrado, del olvidado llenaba mis ojos de lagrimas (sí, ya lo sé, no tengo ojos, otra metáfora, ¿vale?). Y de repente, sentí la puerta abrirse, la luz del portal encenderse y unos pies pasar rozándome.

¡Salvada! Pensé para mí misma. 

Un joven se agachó y me cogió entre sus dedos. Un príncipe azul que me soltó de inmediato con una mueca de asco pintada en la cara. 

¡Será idiota! ¡Si estoy limpia y brillante! 

Sacó un kleenex del bolsillo, (será escrupuloso el niñato de los cojones) me envolvió en él y me lanzó como si fuera una pelota del baloncesto por encima del tejadillo de la portería.

 ¡Ignominia, desaire, descrédito, deshonra, afrenta! 

Yo, ¡lanzada cual mísero balón qué no sirve para nada, más qué para botar! Se iba a enterar el niñato ese cuando mi dueño fuera a recogerme… si es que iba, claro.

A la mañana siguiente, a las ocho y once (con un retraso de once minutos) el portero abrió la portería, y ahí estaba yo. Me recogió del suelo, me metió en una bolsa de plástico transparente que olía a aceitunas rellenas de anchoas (por Dios, ¿No tenía una bolsa sin usar?) y me ocultó en un cajón. 

Pasé días allí escondida. 

Ocho para ser más precisos. 

Según me enteré después, Ángel me estuvo buscando en la casa, en el coche, bajo la cama, en los cajones de la mesilla… Pero al muy cerebrito no se le ocurrió preguntar al portero hasta una semana después. Y allí estaba yo, en el cajón, con un pestazo a anchoas que echaba para atrás.

¡Puag! ¡Lejía, mi reino por una botella de lejía!

Por cierto, al bebé no le pasaba nada, única y exclusivamente el típico dolor de tripita del lactante, unido a una madre histérica, histriónica, hipocondríaca e incompetente. 

¿Cómo se os queda el cuerpo? Indignados, verdad. Horrorizados sin lugar a dudas. Pues imaginad mi estado. Tardé tres meses en curarme el miedo a las caídas 

Tres meses tranquilos, en los que asumí que nunca iba a ser la dentadura de un Don Juan. En los que acepté que mis prioridades básicas (además de no volver a perderme) serían las de ser usada para masticar y vocalizar. Tres meses en los que aprendí a ser una prótesis dental dócil, aburrida y obediente. Tres meses sin sobresaltos en los que, idiota de mí, me confié. 

Bien… pues… me da vergüenza hasta decirlo. 

No sé si podré, no me veo capaz de rememorar lo acontecido el sábado pasado. 

Seré fuerte, lo haré. Alguien tiene que contarlo al mundo para que quede constancia del dolor y sufrimiento que implica ser una prótesis dental parcial.

Este sábado… Al medio día… Tiemblo al recordarlo… 

Dejadme que respire, que repose, que me tranquilice. 

Este sábado, hacía sol y buen tiempo, calor incluso. Era uno de esos días primaverales que tan añorados son en invierno y que en el momento en que se presentan, los humanos aprovechan para hacer cosas típicas de humanos: salir a dar un paseo al parque, montar en bicicleta o coger el coche y llevar a la parienta a dar una vuelta hasta Navalcarnero a comer un poco de su espectacular cordero al horno. Éste último fue el plan que decidieron seguir Ángel y su mujer.

Y yo tan feliz, para qué negarlo. 

Ángel lucía la mejor de sus sonrisas con su esposa bien agarrada al brazo, vestía (¡milagro!) unos pantalones más o menos decentes, una camisa que no ocultaba su barriguita y unos zapatos brillantes (o casi brillantes). Vamos, que cosa rara en él, iba hecho un figurín. 

¡Anda qué no iba a fardar yo de dueño! Se iban a enterar las demás prótesis dentales. Mi dueño no era tan viejo como los suyos, no estaba tan arrugado y la ropa le quedaba impecable (obviando las arrugas y los pantalones caídos… pecata minuta).

Montamos en el coche (es un decir, Ángel montó y yo me acomodé en su mandíbula) y nos dispusimos a iniciar el viaje. Como hacía calor, el matrimonio bajó la ventanilla y se lanzó a la carretera. 

¿Qué más podía pedir a la vida? Iba en un buen coche, con una mujer guapa en el asiento del copiloto y un conductor sonriente. 

Y ese fue el problema: el conductor sonriente. 

Ángel sonreía y tarareaba (a gritos) la música de la radio. ¿A quién se le ocurre ir cantando con la ventanilla abierta y los piños postizos? A mi dueño, a quién si no. 

Un mosquito se le metió en la boca (ya lo dice el refrán, en boca cerrada no entran moscas), Ángel lo notó y, ni corto ni perezoso, agrupó saliva en la garganta, sacó la cabeza por la ventanilla y escupió la saliva, el mosquito, ¡y los piños! 

No os lo podéis imaginar. ¡Qué asco! ¡Qué susto! ¡Qué impotencia! 

Primero un mosquito repugnante se estrella contra mí manchando de sangre mis blanquísimos incisivos; después sin comerlo ni beberlo, me veo inundada de saliva, y por último, salgo despedida como un misil por la ventanilla y caigo en mitad de una mata de mala hierba al lado del arcén. 

¿Pero qué he hecho yo para merecer este castigo? ¿Cuáles han sido mis pecados?  

Frente a mis (supuestos) ojos pasó volando mi vida entera (vale, solo seis meses, pero qué de vivencias en tan poco tiempo). 

Perdida (otra vez). 

Olvidada (otra vez). 

Humillada (¡Otra vez!). 

Sola en mitad del campo. Sin posibilidad de ser rescatada. Sin más esperanzas que el convertirme en polvo. Sin nada que poder hacer excepto rezar porque una oveja desdentada me encontrase y en un alarde de inteligencia inusitado aprendiera a usarme. 

No podéis ni imaginar la desolación que me inundó. El desamparo, la angustia. 

De repente escuché el chirriar de los neumáticos, un frenazo en seco, un coche que se detiene el arcén. 

¿Será Ángel? ¿Será un choque múltiple? ¿Será un motero parándose a orinar en la carretera?

Unos pies que se acercan, una discusión distante, unos gritos agudos, unas disculpas avergonzadas.

––Pero bueno, ¿Cómo has podido escupir los dientes? 

––Ha sido un accidente.

––Qué accidente ni qué ocho cuartos. ¿Te parece normal que hayas perdido la dentadura dos veces en medio año?

––Son cosas que pasan. 

––Qué cosas que pasan ni qué narices. Tienes que tener más cuidado. No puedes andar perdiendo los dientes así como así. 

Ajá, la que gruñía era Victoria, la esposa de Ángel. ¡Me dieron ganas de comérmela a besos! Por fin alguien que me entiende, que me comprende, que se preocupa por mí… y ¡qué ve menos que Pepe Leches!

Casi me pisa, de hecho me dio una patada tremenda y ni por esas se dio cuenta de que era yo. 

Nada, no hay modo, una y otra vez pasaron a mi lado, y yo ahí, quietecita, sin poder moverme, sin poder gritar… sin poder pegarles el mordisco del siglo para que se dieran cuenta de mi indignación. 

Cuando ya pensaba que todo estaba perdido, más bien, que yo estaba perdida, el Dios Sol se apiadó de mí. Me iluminó con uno de sus rayos y mis blanquísimos incisivos destellaron (el premolar no, el pobre estaba posado en el suelo y lleno de polvo). Fue una señal divina, un milagro que hizo que Ángel se percatara de mi existencia y me recogiera del polvoriento suelo infectado de hormigas. 

Ha transcurrido una semana y aún no se me ha ido el susto del cuerpo (del cuerpo de la encía, claro). Me estoy mentalizando que en esta vida que me ha tocado vivir debo esperar cualquier cosa. Debo ser fuerte. Debo ser paciente. Debo rezar. 

Y eso hago todas las noches, rezo a las estrellas, les pido una y otra vez, que si es verdad que hay vida después de la muerte, si es verdad que existe la reencarnación: por lo que más quieran, que se olviden de mí y me dejen tranquilita en el cielo, con los angelitos… o con los querubines, mejor dicho, no quiero volver a ver un ángel cerca. 

Mejor muerta que en la boca de otro Ángel.

He dicho.  

Una respuesta a “El cuento de los dientes perdidos ©

Add yours

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Blog de WordPress.com.

Subir ↑